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miércoles, 22 de julio de 2009

NADIE CONOCE ELCORAZON SECRETO DEL RELOJ.


Por: Lázaro Sarmiento

Cuando el hijo del antiguo gerente del hotel New York dijo que pedía mil 500 pesos por aquel reloj de caja -dos metros 21 centímetros de altura, corazón en perfecto estado y sonido diferente cada un cuarto de hora- pensé que estaba bromeando. Con esa cantidad de dinero se podían comprar muy pocas cosas en La Habana de principios del Período Especial y mucho menos un reloj como éste. Tal vez se había equivocado de moneda al pronunciar la cifra y quiso decir mil 500 dólares.

El hombre cuya mujer prefería – quizás- ingerir langostas plásticas en lugar de las naturales repitió la cantidad en pesos cubanos. Casi tuve un orgasmo de alegría. Disimulé como pude el arrebato y con calculada calma le dije que me parecía bien, que mañana vendría a llevármelo. No, replicó, tiene que ser hoy mismo. Mi mujer me espera en Cojímar.

Unas horas después el reloj viajaba hacia el Vedado en una moto con sidecar. En esa época los chóferes de automóviles y de camionetas de mudanzas pedían cifras increíbles por sus servicios. La moto de un colega sirvió, sin pago alguno, para transportar este mastodonte hasta mi apartamento donde sería mejor acogido. Desde entonces sus sonidos cada quince minutos no han dejado de provocar una suave euforia en los amigos, los fumigadores de mosquitos, los cobradores de la electricidad y los técnicos telefónicos. Y también en los envidiosos.

Nada hay más fascinante que la vida oculta de un hotel del centro de la ciudad. Puede ser que este reloj haya tenido un pasado obsceno en el edificio de la calle Dragones entre Amistad y Águila, en Centro Habana. Pero como afirmaba Elías Canetti, “nadie conoce el corazón secreto del reloj".



martes, 21 de julio de 2009

LAS HORAS DEL HOTEL NEW YORK

Por: Lázaro Sarmiento

Un reloj de caja de dos metros 21 centímetros , que perteneció al hotel New York de la ciudad de La Habana, marca el tiempo en el pequeño apartamento donde vivo en El Vedado

En los inicios de los años 90, alguien me comentó que en el barrio de Santos Suárez estaban vendiendo un “reloj de pie”.

En esa época ya muchas piedras del muro de Berlín adornaban las repisas de los alemanes. Los barcos mercantes soviéticos habían desaparecido del puerto de La Habana. El campo socialista comenzaba a ser una lección en los manuales de historia. Cuba perdía mercados generosos. Y la economía de la Isla descendía a niveles de topo.

La gente comenzó a deshacerse de cualquier cosa para obtener alimentos y zapatos y hacer frente a la inflación estratosférica. A tiendas bautizadas con la etiqueta de” casas comisionistas” eran llevados para su venta telescopios, lámparas Tiffany, estatuas de mármol, porcelanas de Meissen, ángeles de cementerios, cubiertos de plata, cristales de Gallé, mosaicos de escaleras y también mucha porquería como elefantes indochinos de yeso, jicoteas disecadas y enanos gorditos de falso biscuit.

Objetos que habían sido guardadas durante generaciones enteras de familias fueron cambiados por latas de leche condensada, zapatillas o radio grabadoras fabricadas en los mercados asiáticos. Las personas ahorradoras de toda la vida, o las que recibían remesas de Miami, o los ricos de última hora, pudieron adquirir verdaderas gangas.

En ese ambiente surrealista de compra y venta y motivado por el morbo me fui hasta las calles Paz y Santa Emilia para echarle un vistazo al reloj. No tenía ninguna esperanza de comprarlo pues, pensaba, mi sueldo de guionista y director de programas en una estación de radio no me permitiría asumir la alta cifra que, con toda seguridad, pedían.

El dueño del reloj era un carpintero amable que no llegaba a los cuarenta años. El reloj era el único mueble que quedaba en aquella casa pues él y su esposa vivían en Cojímar, uno de los escenarios favoritos de Hemingway.

El carpintero dijo que vendía el reloj porque a su mujer no le gustaban las cosas antiguas y se inclinaba por los adornos modernos. Como era un hombre muy enamorado de su mujer, me confesó como una gracia que ella prefería oler flores plásticas y llenar con cuadros diminutos las paredes de su casa, ubicada a unos pasos del famoso restaurante La Terraza de Cojímar. Imaginé que la señora también prefería ingerir langostas artificiales en lugar de las hervidas que le servían al autor de “El viejo y el mar”.

Luego entramos en el tema que me trajo a esta vivienda de dos plantas, construida en la tercera década del siglo veinte cuando algunas familias acomodadas se asentaron en Santos Suárez y la Víbora. El reloj lo heredó del padre que había sido gerente del hotel New York. Pero los negocios comenzaron a funcionarle mal y en 1949 - creo haber escuchado esa fecha- papá quedó fuera del ambiente hotelero. Del edificio donde está el New York consiguió sacar el reloj que ahora estaba abandonado en el pequeño palacete deshabitado y venido a menos.

La sobriedad y líneas del reloj tenían que ver con el estilo minimalista que tanto me atrae. Además me gustaba por encima de cualquier consideración estética. Ya en mi primera mirada había sentido una emoción deliciosa acompañada del susto impreciso de las cosas que se nos pueden escapar.

Sospeché que el lujo de detalles con el cual el carpintero adornaba su historia guardaba una proporción directa con el precio de venta que fijaría. En el país el sueldo promedio andaba por los trescientos y pico pesos. Un pan de 80 gramos costaba 5 pesos en la bolsa negra. Un dólar en el mercado informal se cotizaba en alrededor de 100 pesos. La gente quería solo dólares y yo tenía muy pocos pesos.(Contiunuará)

viernes, 5 de diciembre de 2008

Una canción para Esther Borja.
Por: Lázaro Sarmiento

Esther Borja está cumpliendo hoy 95 años. Ella es uno de los símbolos más brillantes de la canción cubana. Hace algún tiempo, cuando la entrevisté para Radio Enciclopedia dijo que le gustaría que la recordaran “amablemente, con una sonrisa en los labios, o quizás escuchando una canción”. El programa se tituló Esther Borja: una vida de bellos recuerdos .


Y entre sus recuerdos más bellos mencionó la primera presentación con Ernesto Lecuona; el concierto de canciones con versos de José Martí, en el cual también interpretó “Cierro mis ojos”, de Ernestina Lecuona; luego, el recital un 10 de Octubre en el Carnegie Hall de Nueva York; el viaje a la Argentina…el éxito de la Damisela encantadora, el programa de televisión Álbum de Cuba… Fueron muchos los momentos de su vida que evocó una tarde en los estudios de la radio en el edificio Focsa de La Habana.

Quizás esos recuerdos estén dormidos ahora para Esther Borja en un lado recóndito, donde es muy difícil llegar pues el cerebro y la memoria siguen siendo grandes misterios. Hoy celebramos su aniversario como ella quería que la recordaran: amablemente, con una sonrisa en los labios, escuchando una canción…

Fotos, Arriba: Esther, Lázaro y Cuca Rivero. Hotel Las Yagrumas, San Antonio .Febrero 2003.
Abajo: Esther, Lázaro y Cuca. Sesión de trabajo en Festival de la Radio,Hotel Pernik, Holguín. Febrero,2004.

Esther Borja: una vida de bellos recuerdos .Equipo de realización: Lázaro Sarmiento, Alfredo Zamora, Sergio Cervantes y Ana Margarita Gil, una de las voces más elegantes de la locución en Cuba. Este programa fue Premio en el Festival Nacional de la Radio, en el Concurso de Periodismo 26 de Julio y en el Caracol de la UNEAC. Además fue galardonado por la Caribbean Broadcasting Union , 2006, en el género documental .

martes, 2 de diciembre de 2008


Los amantes de Luyanó años después.



La convivencia puede matar el amor y hacer de la pasión algo rutinario. Luego de esta frase mediocre y de corto alcance como los subtítulos de un filme en televisión, viene un breve recuerdo:

En la época en que yo era un niño y vivía en Luyanó, desde el balcón de mi casa observaba, un día a la semana, a la misma hora del atardecer, a una mujer de unos cincuenta años, pulcramente vestida, con un exceso de colores en la cara común, el pelo lustroso adornado con una flor de marpacífico, parada siempre en el mismo lugar, es decir, a mitad de cuadra, frente a un taller de mecánica, ya cerrado en esos instantes.

Al poco rato llegaba un hombre alto, unos años mayor que ella, vestido también con corrección, de gestos elegantes y que irradiaba una antigua hermosura. Si el hombre se demoraba más de lo acostumbrado, la mujer se llevaba la flor a las manos y taconeaba con juguetona impaciencia. Cuando él aparecía, ella tiraba el marpacífico al asfalto. Ambos se saludaban con efusión y cambiaban besos con pública limpieza. Después se alejaban por la Calzada de Concha con un andar que, ahora al evocarlo, me parece debió ser el ritmo de la felicidad.

¿Hacia donde iban? Misterio para un niño. Lo develé al cabo de varios años porque la historia duró bastante. Un día la curiosidad de la adolescencia me impulsó a seguir al atardecer la ruta de la pareja madura. Las siluetas de sus cuerpos desaparecieron en el claroscuro del pasillo de la posada situada junto al cabaret Sierra. Las paredes finas de la posada dejaban filtrar hasta la parada de ómnibus inmediata un amplio catálogo de exclamaciones de sexo.

Los amantes de mi cuadra se veían solo durante un rato cada semana. Tal vez nunca compartieron los cepillos de dientes al levantarse en la mañana. Hoy recordé nuevamente sus rostros mientras pensaba en el siguiente texto de Luis Antonio de Villena que transcribí hace unos años a un cuaderno de notas, sin más datos que el nombre del autor :

“La convivencia fracasó, en verdad, porque era imposible. Y porque nada tiene que ver con el amor, ni con la pasión tampoco. La convivencia, muy posiblemente, se basa en la amistad, y se construye con un sentimiento sosegado y lento, mientras que el amor –o lo que mejor se parece a nuestra idea de la palabra amor- es más fogoso, más arrebatado, y en alguna manera excluye la convivencia larga que es – supongo- la sola que merece ese nombre.”

Esta puede ser la explicación a la sensación de felicidad que transmitían los amantes de Luyanó cuando se perdían en el claroscuro de la posada del barrio.

-¿O no?¡

martes, 7 de octubre de 2008


El Che de mi abuela.
Por: Lázaro Sarmiento

Entre las figuras a las que mi abuela encendió velas en su vida sobresalen San Lázaro y Che Guevara.

Lázaro era su Santo protector porque, decía ella, había salvado a su nieto cuando nació sietemesino en una finca distante de cualquier hospital con incubadora de oxígeno.

Al Che lo consideró un santo porque, según argumentaba, había renunciado a los cargos y honores que merecía por ser uno de los comandantes victoriosos de la Sierra Maestra y se había ido a luchar por los oprimidos a otras tierras del mundo, dejando atrás casa y familia.
El día en que supimos era cierta la noticia de la muerte del Che, mi abuela en su homenaje encendió una lamparita: la tapa de un pomo con aceite de cocina y un mechita de algodón. No sé si entonces escaseaban las velas o ella prefería el recurso rudimentario de la tapita con la que se han evocado a tantos espíritus en Cuba.

El Che era fotografía, canción, cientos de anécdotas sobre sus ideas y carácter, cartel urbano, nombre en reuniones públicas y gritos de pioneros por el socialismo seremos como el Che. Luego estaba el misterio de sus rutas por el mundo y de su paradero.


Y de aquel torbellino de imágenes y sonidos que rodearon la adolescencia de muchos cubanos como yo, permanece en mi memoria la imagen de una abuela, callada y dolida, frente a la muerte del Che como la de un ser cercano, querido.

Hay distintas maneras de reaccionar ante la noticia irreversible de una muerte. Para algunos lo más sano es dejarse llevar por los sentimientos porque hay un momento en que resulta inútil ponerle camisas de fuerza a la emoción. Luego habrá tiempo para secarse las lágrimas y reflexionar sobre el significado de una vida y la lección de sus actos.


Por eso mi abuela, que no era más revolucionaria que los demás, - y seguramente no comprendía cabalmente las doctrinas del Che- estuvo todo ese día de octubre dialogando con su propia tristeza. Y mientras miraba a sus nietos almorzar en silencio, tuve la impresión de que quería apretarnos más fuerte de lo habitual con su lazo de ternura, algo casi imposible porque ya nos mimaba al máximo.


Yo no tenía entonces la madurez para darme cuenta como la historia y los héroes entran de mil maneras en la intimidad de las familias .Ese hombre estaba vinculado a las cosas importantes que a mi abuela le habían pasado desde que triunfó la Revolución en 1959.


Lo primero, cuando los antiguos propietarios de la vivienda donde había sido doméstica por treinta pesos al mes le escribieron desde Miami y le dijeron: - Margot, cuídeme bien la casa-.Ella les contestó:
- Esta casa me la dio Fidel Castro.


Mi abuela sabía que algunas de las cosas positivas que le estaban sucediendo tenían que ver con los comandantes que rodeaban a Fidel, entre ellos el Che. Y la lámpara rudimentaria de aceite que ella encendió aquel día era su manera personal de mantenerlo vivo.

Hay hilos invisibles entre la memoria familiar y el culto a los héroes.

sábado, 20 de septiembre de 2008

Vida de cine en La Habana.
Por: Lázaro Sarmiento

-¿Quieres trabajar en el cine?-

Sin dudarlo, respondió afirmativamente la pregunta del amigo. “A casi todo el mundo le gustan las películas entretenidas y la vida dorada de las estrellas”. A los tres días entraba triunfal como acomodadora en el Astor, un cine de barrio de La Habana. Era el mes de septiembre de 1976. Ese año estrenaron en Cuba Romanza de los enamorados (soviética), La tierra prometida (polaca) y Pobre muchacha (inglesa).

Durante los 32 años que lleva en el cine, ha visto pocas películas porque después de un tiempo muy breve como acomodadora pasó a la taquilla –pagaban un poquito más-. Y en la taquilla veía las manos y las caras de los espectadores pero nunca las imágenes que ellos disfrutaban en la penumbra del lunetario. En ocasiones escuchaba de lejos voces en otros idiomas.

Empezó ganado 100 pesos- en aquella época le alcanzaban - pero en la actualidad los 270 pesos que recibe le parecen menos dinero. En el cine Astor trabajó veinte años hasta que se desplomó una parte del techo frente a la pantalla. Entonces la gente desmontó los ladrillos de las paredes, los marcos de las puertas y todo lo que podían canibalear hasta dejar solo el esqueleto de hierro y las escaleras de cemento . En unas semanas vio desaparecer el escenario donde transcurrieron los mejores años de su vida.

Después del derrumbe, la mandaron para el cine Finlay de la calle Zanja. Allí se mantuvo en la taquilla hasta que las autoridades municipales cerraron esta sala hace un año para entregársela como local de ensayo a una agencia musical. Y ahora cobra la entrada en el Águila de Oro, en el Barrio Chino, uno de los dos únicos cines que permanecen funcionando en Centro Habana .Aquí piensa jubilarse, “a no ser que el local cierre”.


El Águila de Oro tiene un público compuesto casi en su totalidad por hombres amantes de las escenas violentas. Proyectan principalmente cintas de kong fu- aunque también algunas viejas producciones como Helena de Troya- en tres tandas separadas, 2 y 30, 4 y 30 y 6 y 30.

Ella llega muy temprano al Águila de Oro y se va cuando ya está en el aire el Noticiero Nacional de Televisión. Vive sola en la calle Soledad, muy cerca de San Lázaro. No tuvo hijos. Está orgullosa de su vida en el cine (en los cines) y se llama María Josefa Reyes Suárez.

jueves, 4 de septiembre de 2008

CONSOLACION DEL SUR.



Entre los territorios cubanos afectados severamente hace unos días por el paso del huracán Gustav figura Consolación del Sur, en Pinar del Río. Sobre la casa de Joaquina Emilia Obeso Delgado en ese municipio escribí en el blog el pasado mes de abril. La casa estuvo nominada al Premio Nacional de Conservación y Restauración de Monumentos 2008. Fue construida en 1951 por el esposo de su actual propietaria, arquitecto e hijo del Dr. Antonio Ferrer Cruz, insigne personalidad de la cultura de esa localidad de la provincia de Pinar del Río.

Desde Costa Rica me escribió Manuel de J. Villar Paredes quien nació en el seno de una familia de Consolación del Sur:
“…vi su foto de la fachada de la casa de Quina Obeso y fue algo emocionante pues yo corría de pequeño por esos portales señoriales de mi querido pueblo, nací y me crié en La Habana pero mis padres son de Consolación y me siento muy identificado con el pueblo de donde mi abuelo fue un hijo adoptivo, emigró por el machadato de La Habana a allí y se casó con mi abuela e hicieron su vida en la calle Martí”.

La foto la tomé de la documentación entregada a la prensa sobre el Premio de Conservación y Restauración de este año.


Hay que averiguar si esta casa de Consolación del Sur fue dañada por el intenso huracán que azotó a la Isla de la Juventud y varios municipios de Pinar del Río. El huracán destruyó decenas de miles de viviendas y otras construcciones, arrancó árboles, echó por tierra casas de tabaco, expulsó del mar a embarcaciones y derribó torres de electricidad, de radio y televisión. Por suerte, Manuel, no se perdió ninguna vida humana.


miércoles, 13 de agosto de 2008


El resplandor de las marcas.
Por: Lázaro Sarmiento

Susan Sontag dijo en una ocasión; “vivimos en la época de las compras”. Es una frase que Noemi Klein cita en su libro “No logo. El poder de las marcas” en el que analiza las estrategias de las grandes marcas, como Nike, McDonald s y The Gap, para conquistar los mercados, vampirizar a los consumidores, acabar con los competidores y exprimir a los empleados de los países tercermundistas.

Habla Noemi Klein: “Pero en la actualidad se percibe un patrón claro: mientras más empresas compiten para ser la marca omnipresente bajo cuyo imperio consumimos, creamos arte y hasta construimos nuestros hogares, todo el concepto despacio público es objeto de una nueva definición. Y dentro de estos edificios de marca, reales o virtuales, las opciones de alternativas sin marca, de debato abierto, de crítica y de arte no censurado – en otras palabras, de opciones verdaderas- sufren nuevas y ominosas restricciones.”

Caminando por las avenidas de Barcelona, Madrid y París pensaba en más de una ocasión en el volumen de la Klein, adquirido en la Feria del Libro de La Habana y que ahora se promocionaba a un precio de lujo en las librerías de la capital española. La ensayista canadiense destaca en este libro que, muchas de las cadenas que han proliferado durante las décadas de 1980 y 1990 tienen una cualidad especial que las hace diferentes de las hamburgueserías, las calles comerciales y talleres mecánicos de las décadas de 1960 y 1970. “No nos ciegan con espacios chillones ni con arcos dorados, sino que más bien emiten un sano resplandor New Age”.

Con ese resplandor nos bombardean y nos engañan. Así metabolizamos que The Gap no es solo una marca sino sinónimo de vestido, al igual que Coca Cola es sinónimo de refrescos.

Y Starbucks en la Gran Vía de Madrid no es solo el exquisito aroma de café que busca la calle cuando se abren las puertas de su salón refrigerado y metálico. Starbucks, al igual que las grandes marcas, no se conforma con ofrecernos un producto (una taza de café,). Pretende vendernos un estilo de vida; o tal vez más: quiere sustituir a la vida misma.

martes, 29 de abril de 2008


Las horas del hotel New York (II)
Por: Lázaro Sarmiento


Cuando el hijo del antiguo gerente del hotel New York dijo que pedía mil 500 pesos por aquel reloj de caja -dos metros 21 centímetros de altura, corazón en perfecto estado y sonido diferente cada un cuarto de hora- pensé que estaba bromeando. Con esa cantidad de dinero se podían comprar muy pocas cosas en La Habana de principios del Período Especial y mucho menos un reloj como éste. Tal vez se había equivocado de moneda al pronunciar la cifra y quiso decir mil 500 dólares.

El hombre cuya mujer quizás prefería ingerir langostas plásticas en lugar de las naturales repitió la cantidad en pesos cubanos. Casi tuve un orgasmo de alegría. Disimulé como pude el arrebato y con calculada calma le dije que me parecía bien, que mañana vendría a llevármelo. No, replicó, tiene que ser hoy mismo. Mi mujer me espera en Cojímar.

Unas horas después el reloj viajaba hacia el Vedado en una moto con sidecar. En esa época los chóferes de automóviles y de camionetas de mudanzas pedían cifras increíbles por sus servicios. La moto de un colega sirvió, sin pago alguno, para transportar este mastodonte hasta mi apartamento donde sería mejor acogido. Desde entonces sus sonidos cada quince minutos no han dejado de provocar una suave euforia en los amigos, los fumigadores de mosquitos, los cobradores de la electricidad y los técnicos telefónicos. Y también en los envidiosos.
Yo sigo contando la historia del reloj del New York porque, en realidad, son las palabras las que hacen trascendentes a los objetos. Puede ser que este reloj haya tenido un pasado obsceno en el edificio de la calle Dragones entre Amistad y Águila, en Centro Habana .Como afirmaba Elias Canetti: "Nadie conoce el corazón secreto del reloj".

domingo, 27 de abril de 2008


Las horas del hotel New York


Un reloj de caja de dos metros 21 centímetros que perteneció al hotel New York de la capital cubana marca el tiempo en mi pequeño apartamento del Vedado.

En los inicios de los años 90, alguien me comentó que en el barrio de Santos Suárez estaban vendiendo un “reloj de pie”.

Por esos días ya muchas piedras del muro de Berlín adornaban las repisas de los alemanes. Los barcos mercantes soviéticos habían desaparecido del puerto de La Habana. El campo socialista comenzaba a ser un a lección en los manuales de historia. Cuba perdía mercados generosos. Y la economía de la Isla descendía a niveles de topo.

La gente comenzó a deshacerse de cualquier cosa para obtener alimentos y zapatos y hacer frente a la inflación estratosférica. A tiendas bautizadas con la etiqueta de” casas comisionistas” eran llevados para su venta telescopios, lámparas Tiffany, estatuas de mármol, porcelanas de Meissen, ángeles de cementerios, cubiertos de plata, cristales de Gallé, mosaicos de escaleras y también mucha porquería como elefantes indochinos de yeso, jicoteas disecadas y enanos gorditos de falso biscuit.

Objetos que habían sido guardadas durante generaciones enteras de familias fueron cambiados por latas de leche condensada, zapatillas o radio grabadoras fabricadas en los mercados asiáticos. Las personas ahorradoras de toda la vida, o las que recibían remesas de Miami, o los ricos de última hora, pudieron adquirir verdaderas gangas.

En ese ambiente surrealista de compra y venta y motivado por el morbo me fui hasta las calles Paz y Santa Emilia para echarle un vistazo al reloj. No tenía ninguna esperanza de comprarlo pues, pensaba, mi sueldo de guionista y director de programas en una estación de radio no me permitiría asumir la alta cifra que, con toda seguridad, pedían.

El dueño del reloj era un carpintero amable que no llegaba a los cuarenta años. El reloj era el único mueble que quedaba en aquella casa pues él y su esposa vivían en Cojímar, uno de los escenarios favoritos de Hemingway.

El carpintero dijo que vendía el reloj porque a su mujer no le gustaban las cosas antiguas y se inclinaba por los adornos modernos. Como era un hombre muy enamorado de su mujer, me confesó como una gracia que ella prefería oler flores plásticas y llenar con cuadros diminutos las paredes de su casa, ubicada a unos pasos del famoso restaurante La Terraza de Cojímar. Imaginé que la señora también prefería ingerir langostas artificiales en lugar de las hervidas que le servían al autor de “El viejo y el mar”.

Luego entramos en el tema que me trajo a esta vivienda de dos plantas, construida en la tercera década del siglo veinte cuando algunas familias acomodadas se asentaron en Santos Suárez y la Víbora. El reloj lo heredó del padre que había sido gerente del hotel New York. Pero los negocios comenzaron a funcionarle mal y en 1949 - creo haber escuchado esa fecha- papá quedó fuera del ambiente hotelero. Del edificio donde está el New York consiguió sacar el reloj que ahora estaba abandonado en el pequeño palacete deshabitado y venido a menos.

La sobriedad y líneas del reloj tenían que ver con el estilo minimalista que tanto me atrae. Además me gustaba por encima de cualquier consideración estética. Ya en mi primera mirada había sentido una emoción deliciosa acompañada del susto impreciso de las cosas que se nos pueden escapar.

Sospeché que el lujo de detalles que el carpintero ponía en su historia guardaba una proporción directa con el precio de venta que fijaría. En el país el sueldo promedio andaba por los trescientos y pico pesos. Un pan de 80 gramos costaba 5 pesos en la bolsa negra. Un dólar en el mercado informal se cotizaba en alrededor de 100 pesos. La gente quería solo dólares y yo tenía muy pocos pesos.
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