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miércoles, 22 de julio de 2009

NADIE CONOCE ELCORAZON SECRETO DEL RELOJ.


Por: Lázaro Sarmiento

Cuando el hijo del antiguo gerente del hotel New York dijo que pedía mil 500 pesos por aquel reloj de caja -dos metros 21 centímetros de altura, corazón en perfecto estado y sonido diferente cada un cuarto de hora- pensé que estaba bromeando. Con esa cantidad de dinero se podían comprar muy pocas cosas en La Habana de principios del Período Especial y mucho menos un reloj como éste. Tal vez se había equivocado de moneda al pronunciar la cifra y quiso decir mil 500 dólares.

El hombre cuya mujer prefería – quizás- ingerir langostas plásticas en lugar de las naturales repitió la cantidad en pesos cubanos. Casi tuve un orgasmo de alegría. Disimulé como pude el arrebato y con calculada calma le dije que me parecía bien, que mañana vendría a llevármelo. No, replicó, tiene que ser hoy mismo. Mi mujer me espera en Cojímar.

Unas horas después el reloj viajaba hacia el Vedado en una moto con sidecar. En esa época los chóferes de automóviles y de camionetas de mudanzas pedían cifras increíbles por sus servicios. La moto de un colega sirvió, sin pago alguno, para transportar este mastodonte hasta mi apartamento donde sería mejor acogido. Desde entonces sus sonidos cada quince minutos no han dejado de provocar una suave euforia en los amigos, los fumigadores de mosquitos, los cobradores de la electricidad y los técnicos telefónicos. Y también en los envidiosos.

Nada hay más fascinante que la vida oculta de un hotel del centro de la ciudad. Puede ser que este reloj haya tenido un pasado obsceno en el edificio de la calle Dragones entre Amistad y Águila, en Centro Habana. Pero como afirmaba Elías Canetti, “nadie conoce el corazón secreto del reloj".



martes, 21 de julio de 2009

LAS HORAS DEL HOTEL NEW YORK

Por: Lázaro Sarmiento

Un reloj de caja de dos metros 21 centímetros , que perteneció al hotel New York de la ciudad de La Habana, marca el tiempo en el pequeño apartamento donde vivo en El Vedado

En los inicios de los años 90, alguien me comentó que en el barrio de Santos Suárez estaban vendiendo un “reloj de pie”.

En esa época ya muchas piedras del muro de Berlín adornaban las repisas de los alemanes. Los barcos mercantes soviéticos habían desaparecido del puerto de La Habana. El campo socialista comenzaba a ser una lección en los manuales de historia. Cuba perdía mercados generosos. Y la economía de la Isla descendía a niveles de topo.

La gente comenzó a deshacerse de cualquier cosa para obtener alimentos y zapatos y hacer frente a la inflación estratosférica. A tiendas bautizadas con la etiqueta de” casas comisionistas” eran llevados para su venta telescopios, lámparas Tiffany, estatuas de mármol, porcelanas de Meissen, ángeles de cementerios, cubiertos de plata, cristales de Gallé, mosaicos de escaleras y también mucha porquería como elefantes indochinos de yeso, jicoteas disecadas y enanos gorditos de falso biscuit.

Objetos que habían sido guardadas durante generaciones enteras de familias fueron cambiados por latas de leche condensada, zapatillas o radio grabadoras fabricadas en los mercados asiáticos. Las personas ahorradoras de toda la vida, o las que recibían remesas de Miami, o los ricos de última hora, pudieron adquirir verdaderas gangas.

En ese ambiente surrealista de compra y venta y motivado por el morbo me fui hasta las calles Paz y Santa Emilia para echarle un vistazo al reloj. No tenía ninguna esperanza de comprarlo pues, pensaba, mi sueldo de guionista y director de programas en una estación de radio no me permitiría asumir la alta cifra que, con toda seguridad, pedían.

El dueño del reloj era un carpintero amable que no llegaba a los cuarenta años. El reloj era el único mueble que quedaba en aquella casa pues él y su esposa vivían en Cojímar, uno de los escenarios favoritos de Hemingway.

El carpintero dijo que vendía el reloj porque a su mujer no le gustaban las cosas antiguas y se inclinaba por los adornos modernos. Como era un hombre muy enamorado de su mujer, me confesó como una gracia que ella prefería oler flores plásticas y llenar con cuadros diminutos las paredes de su casa, ubicada a unos pasos del famoso restaurante La Terraza de Cojímar. Imaginé que la señora también prefería ingerir langostas artificiales en lugar de las hervidas que le servían al autor de “El viejo y el mar”.

Luego entramos en el tema que me trajo a esta vivienda de dos plantas, construida en la tercera década del siglo veinte cuando algunas familias acomodadas se asentaron en Santos Suárez y la Víbora. El reloj lo heredó del padre que había sido gerente del hotel New York. Pero los negocios comenzaron a funcionarle mal y en 1949 - creo haber escuchado esa fecha- papá quedó fuera del ambiente hotelero. Del edificio donde está el New York consiguió sacar el reloj que ahora estaba abandonado en el pequeño palacete deshabitado y venido a menos.

La sobriedad y líneas del reloj tenían que ver con el estilo minimalista que tanto me atrae. Además me gustaba por encima de cualquier consideración estética. Ya en mi primera mirada había sentido una emoción deliciosa acompañada del susto impreciso de las cosas que se nos pueden escapar.

Sospeché que el lujo de detalles con el cual el carpintero adornaba su historia guardaba una proporción directa con el precio de venta que fijaría. En el país el sueldo promedio andaba por los trescientos y pico pesos. Un pan de 80 gramos costaba 5 pesos en la bolsa negra. Un dólar en el mercado informal se cotizaba en alrededor de 100 pesos. La gente quería solo dólares y yo tenía muy pocos pesos.(Contiunuará)

martes, 29 de abril de 2008


Las horas del hotel New York (II)
Por: Lázaro Sarmiento


Cuando el hijo del antiguo gerente del hotel New York dijo que pedía mil 500 pesos por aquel reloj de caja -dos metros 21 centímetros de altura, corazón en perfecto estado y sonido diferente cada un cuarto de hora- pensé que estaba bromeando. Con esa cantidad de dinero se podían comprar muy pocas cosas en La Habana de principios del Período Especial y mucho menos un reloj como éste. Tal vez se había equivocado de moneda al pronunciar la cifra y quiso decir mil 500 dólares.

El hombre cuya mujer quizás prefería ingerir langostas plásticas en lugar de las naturales repitió la cantidad en pesos cubanos. Casi tuve un orgasmo de alegría. Disimulé como pude el arrebato y con calculada calma le dije que me parecía bien, que mañana vendría a llevármelo. No, replicó, tiene que ser hoy mismo. Mi mujer me espera en Cojímar.

Unas horas después el reloj viajaba hacia el Vedado en una moto con sidecar. En esa época los chóferes de automóviles y de camionetas de mudanzas pedían cifras increíbles por sus servicios. La moto de un colega sirvió, sin pago alguno, para transportar este mastodonte hasta mi apartamento donde sería mejor acogido. Desde entonces sus sonidos cada quince minutos no han dejado de provocar una suave euforia en los amigos, los fumigadores de mosquitos, los cobradores de la electricidad y los técnicos telefónicos. Y también en los envidiosos.
Yo sigo contando la historia del reloj del New York porque, en realidad, son las palabras las que hacen trascendentes a los objetos. Puede ser que este reloj haya tenido un pasado obsceno en el edificio de la calle Dragones entre Amistad y Águila, en Centro Habana .Como afirmaba Elias Canetti: "Nadie conoce el corazón secreto del reloj".

domingo, 27 de abril de 2008


Las horas del hotel New York


Un reloj de caja de dos metros 21 centímetros que perteneció al hotel New York de la capital cubana marca el tiempo en mi pequeño apartamento del Vedado.

En los inicios de los años 90, alguien me comentó que en el barrio de Santos Suárez estaban vendiendo un “reloj de pie”.

Por esos días ya muchas piedras del muro de Berlín adornaban las repisas de los alemanes. Los barcos mercantes soviéticos habían desaparecido del puerto de La Habana. El campo socialista comenzaba a ser un a lección en los manuales de historia. Cuba perdía mercados generosos. Y la economía de la Isla descendía a niveles de topo.

La gente comenzó a deshacerse de cualquier cosa para obtener alimentos y zapatos y hacer frente a la inflación estratosférica. A tiendas bautizadas con la etiqueta de” casas comisionistas” eran llevados para su venta telescopios, lámparas Tiffany, estatuas de mármol, porcelanas de Meissen, ángeles de cementerios, cubiertos de plata, cristales de Gallé, mosaicos de escaleras y también mucha porquería como elefantes indochinos de yeso, jicoteas disecadas y enanos gorditos de falso biscuit.

Objetos que habían sido guardadas durante generaciones enteras de familias fueron cambiados por latas de leche condensada, zapatillas o radio grabadoras fabricadas en los mercados asiáticos. Las personas ahorradoras de toda la vida, o las que recibían remesas de Miami, o los ricos de última hora, pudieron adquirir verdaderas gangas.

En ese ambiente surrealista de compra y venta y motivado por el morbo me fui hasta las calles Paz y Santa Emilia para echarle un vistazo al reloj. No tenía ninguna esperanza de comprarlo pues, pensaba, mi sueldo de guionista y director de programas en una estación de radio no me permitiría asumir la alta cifra que, con toda seguridad, pedían.

El dueño del reloj era un carpintero amable que no llegaba a los cuarenta años. El reloj era el único mueble que quedaba en aquella casa pues él y su esposa vivían en Cojímar, uno de los escenarios favoritos de Hemingway.

El carpintero dijo que vendía el reloj porque a su mujer no le gustaban las cosas antiguas y se inclinaba por los adornos modernos. Como era un hombre muy enamorado de su mujer, me confesó como una gracia que ella prefería oler flores plásticas y llenar con cuadros diminutos las paredes de su casa, ubicada a unos pasos del famoso restaurante La Terraza de Cojímar. Imaginé que la señora también prefería ingerir langostas artificiales en lugar de las hervidas que le servían al autor de “El viejo y el mar”.

Luego entramos en el tema que me trajo a esta vivienda de dos plantas, construida en la tercera década del siglo veinte cuando algunas familias acomodadas se asentaron en Santos Suárez y la Víbora. El reloj lo heredó del padre que había sido gerente del hotel New York. Pero los negocios comenzaron a funcionarle mal y en 1949 - creo haber escuchado esa fecha- papá quedó fuera del ambiente hotelero. Del edificio donde está el New York consiguió sacar el reloj que ahora estaba abandonado en el pequeño palacete deshabitado y venido a menos.

La sobriedad y líneas del reloj tenían que ver con el estilo minimalista que tanto me atrae. Además me gustaba por encima de cualquier consideración estética. Ya en mi primera mirada había sentido una emoción deliciosa acompañada del susto impreciso de las cosas que se nos pueden escapar.

Sospeché que el lujo de detalles que el carpintero ponía en su historia guardaba una proporción directa con el precio de venta que fijaría. En el país el sueldo promedio andaba por los trescientos y pico pesos. Un pan de 80 gramos costaba 5 pesos en la bolsa negra. Un dólar en el mercado informal se cotizaba en alrededor de 100 pesos. La gente quería solo dólares y yo tenía muy pocos pesos.
(Contiunuará)
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